A MIS MAMIS, EN SU DÍA
Cada tres de octubre (no se olvida) escribo sobre las múltiples cualidades de mi señora mamá. Mis lectores de antaño ya se las saben de memoria: llevo siglos agradeciéndole por ser mi madre, por haber sido también mi papá, porque hoy es algo así como mi mejor amiga, mi confidente y mi consejera; siempre fue mi motor principal y la persona más importante de nuestra pequeña familia. Lo mucho o lo poco que he sido se lo debo a ella, a su esfuerzo y honestidad.
De igual forma, mi mami le debe todo a mi señora abuela. El doce de diciembre hablo de Guadalupe, mi segunda madre, por su santo. El dieciséis le toca otra ronda de metafóricas flores por ser su cumpleaños. Mis lectores también saben de memoria que mi abuela es la mujer más fuerte que existe, que a sus casi ochenta años no se dio por vencida cuando por error le diagnosticaron un cáncer que por fortuna no pasó de Esófago de Barrett (precáncer), que renunció a su irrenunciable café y a su irrenunciable Coca-Cola diaria por órdenes de doctor, y que incluso se sometió al tratamiento experimental de ligación de esófago que culminó en “milagro médico”: una mujer de su edad que generó tejido nuevo y sano.
Hoy, diez de mayo de dos mil trece, me toca elogiar incansablemente a las dos: a Blanca Mamita, su nuevo apodo, y a Doña Lupe, como todo el mundo le dice.
De Blanca Montaño he dicho infinidad de cosas. En la “fase difícil” de mi vida, casi todas mis frases sobre ella eran reproches soeces (no me quiere, no me comprende, es muy dura conmigo, bla bla blaaa). Durante años me sentí la peor hija del mundo, creía ser la única loca que juraba tener “a la peor madre del universo”. Sí: tal vez ella fue estricta, pero la verdad es que yo era muuuy “rara”, por decir lo menos.
Sobre mi abuela… Qué más puedo decir excepto que espero tenerla conmigo muuuchos años más para que no sólo cargue Hectoritos y Jessiquitas en sus brazos: también tendrá que cambiarles pañales y preparar sus papillas porque ya prometió venirse a León por lo menos un año ahora que nazcan mis hijos (nomás tengo que encargarlos primero… ¿los pido de un catálogo, o cómo?).
Y, aprovechando las favorables conjunciones planetarias de los últimos siglos, deseo también dedicar algunas palabras a mi Ana Madrina, Ana María Aguilera Sánchez, y a la hermana de mi mamá: María Teresa Montaño Romo, señora de Montalvo.
Doña Ana Madrina ha sido la mejor amiga de mi mamá desde que yo me acuerdo. Su amistad ha sobrevivido a las malas y a las peores, a los chismes e incluso a las malas intenciones de dos o tres personitas que por motivos egoístas intentaron separarlas. Mi mamá quiere a mis primas Paola y Mariana como si fueran mis hermanas. La chamba y la distancia no les permite verse más seguido, pero antes era cosa de hacer maletas y agarrar un jet supersónico para salir de Coyoacán cada fin de semana con rumbo a Naucalpan, Estado de México.
Pasé la mitad de mi infancia y adolescencia en casa de mi Ana Madrina. La otra mitad la pasé con mi tía Tere y mis primos hermanos. La única vez que comí una sopa de cebolla fue en casa de mi tía, y eso porque enfrente estaba mi tío Miguel y no sé quién de los dos me daba más miedo porque eran muy estrictos, jaja. Comencé a comer la sopa pensando que era arroz aguado, y luego que saboreé la horrible verdad pues no me quedó de otra. Cuando terminé el cuenco con mi cara de guácala, mi tía preguntó que qué me pasaba y soltó la carcajada cuando dije que si algo detestaba era precisamente ese apestoso bulbo.
Y, sí: mi tía me daba pavor porque era “supermala” con mis primos hermanos. Yo, siendo una niña mensa y babosa, sólo veía los regaños y la ocasional nalgada, y no las delicias culinarias y las increíbles manualidades que preparaba. Teniendo tres niños y un esposo en casa, mi tía se aventaba solita tres o cuatro guisados distintos en menos de media hora, toda una experta en la cocina que hoy está orgullosa de sus hijos los Chef Montalvo (allá en Glendale, California, no hay eñe, así que son los Montalvo-Montano).
Muchos de nosotros sólo recordamos las cosas malas de nuestros padres. Damos por hecho que era su obligación cuidarnos nomás porque fuimos sus hijos, cuando hay tantos que dan a su carne y a su sangre en adopción o de plano se deshacen de los problemitas de formas menos legales. Tampoco les agradecemos el habernos traído a este “horrible y asqueroso mundo”, cuando hay taaantas personas que no se tocan el corazón a la hora de interrumpir un embarazo. Cada mujer tiene derecho a hacer lo que le venga en gana con su cuerpo, okey, y también pueden aducir que un feto (o “conglomerado de células”) no tiene alma sino hasta que nace y respira… Pero, en lo que a mí respecta, le agradezco infinitamente a mi madre por haber tenido los pantalones de darme la vida. Nunca me he visto en la penosa necesidad de elegir si “lo tengo o no lo tengo”, y a estas alturas sé que estaré más que feliz si un año de éstos decido que ya es hora de que a mí me celebren también cada diez de mayo.
Muchos de nosotros sólo recordamos los golpes, los gritos, los regaños, los jalones de pelo. Pero es un hecho que es mejor que nos den un buen correctivo a tiempo, que lamentar después porque “no supieron encaminarnos” (como si nosotros no fuésemos responsables de nuestros errores). Más vale levantarle la canasta a un chavo perezoso que no siguió estudiando, a mantenerlo cuando tenga cincuenta años. Mejor dar un manotazo cuando el niño robe alguna chuchería sin importancia, que visitarlo en el tutelar de menores o de plano en la cárcel.
Y recomiendo hablar con ellos a tiempo sobre las aves y las abejas y explicarles que hay métodos anticonceptivos (ninguna religión debiera estar peleada con el sentido común). Hace unas semanas pasaron en el noticiario de Joaquín López-Dóriga un reportaje sobre la pobreza: una mujer con cuatro hijos y… ¡veinticuatro años!!!, que sacaba cien pesos recogiendo basura cuando bien le iba, y que si podía le compraba un vaso de leche a sus niños y un bolillo diario, mientras la pobrecita señora estaba perdiendo la dentadura por falta de nutrimentos. ¿Qué necesidad había de eso??? Cuando uno llega a la edad de la calentura (de que llega, llega), sale más barato comprar una cajita de condones que mantener a tooodos los hijos “que Dios nos mande”.
Ahora que trabajo con niños y adolescentes de todo tipo, desde el mejor portadito hasta el que ya debe ir con psicólogos aún estando en el kínder, veo que el noventa y nueve punto nueve por ciento de las madres no saben cómo tratar a sus hijos cuando éstos llegan “a la edad del mono”, incluso antes cuando se trata de escuinclitos pegalones o con síndrome desafiante. No sé si todas, pero sí la mayor parte de las mamás deben soportar que sus hijos enloquezcan sin saber qué hacer con ellos pues no quieren ser consideradas “la peor madre del universo”.
Lamento anunciarles que nooo se puede hacer gran cosa al respecto (mejor pregúntenle a mi esposo, quien es algo así como el “San Juditas Plis”, experto en causas desesperadas), sólo corregirlos aunque nos aborrezcan, y esperar a que los susodichos “maduren”, entre comillas porque el ser humano tiende a crecer y evolucionar durante toda su existencia (con excepción de los “forevers” tipo Alex Lora, que a su vez engendrarán “forevitos”, jajaja), y rogarle al santo de su devoción que los mencionados jovenzuelos agarren la onda y comprendan que, por regla general, todo lo que una madre hace lo hace pensando en el bienestar de su prole.
Aunque sea sólo por hoy, diez de mayo…
En vez de quejarnos porque mamá casi no pasó tiempo con nosotros, agradezcámosle si trabajó duro para que no nos faltara el alimento.
En vez de avergonzarnos si mamá decidió ser “una simple ama de casa”, valoremos si renunció a un gran trabajo o a ejercer o estudiar una carrera por disfrutar de nosotros.
¿Cuántas noches en vela pasó tu mamá porque te enfermaste? ¿Cuánta ropa, cuántas cremas no se compró para que tú tuvieras tu Nintendo, tu Playstation, tu primera computadora? ¿Lo has pensado? Hoy es diez de mayo, día de la madre, pero no es el único día del año que podemos abrazarla, besarla, decirle algo tan simple como un:
Gracias por ser mi mamá. Porque lo fuiste desde antes que yo naciera. Porque lo seguirás siendo aún el día que tú me faltes.
Muchas gracias a todas las mamás que me han leído durante estos nueves meses que hoy cumplo escribiendo en El Heraldo del Bajío. A todos los hijos que me leen: un abrazo a sus mamis de mi parte.